14 de Agosto, 2025
Probablemente, la primera imagen que se nos venga a la cabeza cuando alguien dice cadena de suministro sea justamente esa: la de una cadena. Tal vez brillante, que ayuda a mantener unidas dos partes. Bien sabemos que a lo largo de la historia las cadenas han estado sujetas a tensiones, cantidad de eslabones y largos distintos, y no sería raro preguntarse cuál ha sido la más larga de todas.
La del Programa Apolo fue una cadena que llegó del planeta Tierra a la luna. Y es la historia de una nación que, sintiéndose en desventaja, apostó para recuperar su orgullo y liderazgo global. Cuando Estados Unidos y la Unión Soviética —URSS— aún delegaban sus combates durante la Guerra Fría, comenzaron una competencia a la que llamarían la carrera espacial.
Desde un principio, los soviéticos corrieron con ventaja por sobre los norteamericanos. Fueron los primeros en lanzar un satélite, al que bautizaron Sputnik, en 1957; y más adelante, el mismo año, enviaron a la perrita Laika. Para 1961, Yuri Gagarin se había convertido en el primer ser humano en el espacio, y con esto no solo alzaban victorias científicas, sino también poderosos símbolos de la superioridad de sus ideas.
Los americanos no querían perder la carrera. El presidente John F. Kennedy sabía que sacar adelante una narrativa era tan importante como ganar un combate, así que en 1961, le presentó un desafío sin precedentes al Congreso: comprometerse a que, antes del final de la década, un hombre pisara la luna y regresara a salvo a la Tierra.
Así comenzó el Programa Apolo.
La NASA tuvo muchos desafíos por delante. El primero fue la selección de los astronautas. Escogieron a pilotos militares con una amplia experiencia en vuelo, excelente estado físico y una capacidad de reacción y toma de decisiones impecable. Los formaron durante meses, los programas físicos eran intensos e incluían pruebas en simuladores; volar aviones y prepararse psicológicamente para enfrentarse a las extremas condiciones, al silencio y la oscuridad del espacio.
Sin embargo, sabían que el trabajo iba mucho más allá del entrenamiento. Y había que comenzar a soldar los eslabones de una cadena de suministro que no había tenido igual. La NASA no construyó todo por sí misma, sino que actuó como un gestor del entramado industrial masivo. Necesitaron a casi 400,000 personas y a más de 20,000 empresas e instituciones para que se hicieran parte del proyecto.
El cohete Saturn V fue un hijo ilustre de este modelo: sus etapas se fabricaron en distintos estados, de acuerdo a las necesidades y al avance del proyecto. Para esto, el trabajo se licitó con contratistas como Boeing, North American Aviation y Douglas Aircraft Company. Cada compañía, a la vanguardia en tecnologías para el vuelo y la navegación, debieron llevar sus capacidades mucho más allá de los límites conocidos para el diseño de la nave espacial.
Los astronautas, por supuesto, no podían quedar a la deriva, desprotegidos al interior de la nave. Así que la NASA se contactó con empresas como Hamilton Standard para desarrollar el Sistema de Soporte Vital Portátil —la llamada mochila que vimos llevar a los astronautas para las fotos—. Y, como las instituciones científicas de renombre tampoco podían quedar fuera, el M.I.T. diseñó el computador de navegación de la nave.
La comida también fue un desafío de proporciones. Basta con pensar qué habrán pensado los ejecutivos de Whirlpool y Nestlé, proveedores oficiales del Programa Apolo, cuando les pidieron comida segura para la gravedad cero. Ellos comenzaron su propia carrera, una que culminaría con alimentos compactos, fáciles de maniobrar y sin migas. Todo adaptable al contexto de la nave.
Este entramado inmenso de gestiones y compras fue supervisado paso a paso por la NASA. Y, de acuerdo a lo planeado, todo llegó a tiempo al Centro Espacial Kennedy, en Florida, para el lanzamiento.
No estuvieron exentos de dolorosos contratiempos. En 1967, durante una prueba de lanzamiento, el Apolo 1 sufrió un trágico incendio, que tomó la vida de tres astronautas a bordo: Virgil “Gus” Grissom, Edward White y Roger Chafee. El evento, aunque fue un duro revés, no detuvo las operaciones, y esto se tradujo en que la NASA y sus contratistas redoblaron los esfuerzos de seguridad y fiabilidad, algo que fue clave para que, en un lanzamiento futuro, un joven Neil Armstrong apostase por subirse a la nave.
Para 1969, Armstrong estaba bajando de la nave. Dio ese tan citado pequeño paso para el hombre, pero gran paso para la humanidad, que terminaba de concretar la visión de Kennedy, y le extendía a Estados Unidos esa soberanía tecnológica en una bandeja de plata.
Esa cadena de suministro se extendió por 384,000 kilómetros. Y dejó al Programa Apolo grabado en la historia. Se convirtió en un catalizador de innovaciones tecnológicas, y en una lección sobre la colaboración y la dedicación. Hasta hoy en día, esa promesa que se le hizo al Congreso en 1961, sigue manteniendo un legado tecnológico y en la ambición por descubrir nuevos horizontes.
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